Una deriva inédita de Sergi Bellver

Concierto de Barcelona

Naufragio en Allegro, Largo y Presto

Para A. C.

Antes de la escritura, antes incluso de las primeras lecturas en aquella convalecencia infantil, ya habitaba en mí esta sed del náufrago. Amotinado en mi habitación ―tendida sobre el margen de una Barcelona preolímpica y mestiza a punto de desaparecer, sobre la orilla de una balsa informe de chapa y uralita―, refugiado contra la letra muerta en mis dibujos, ya se fraguaba en mi interior la deriva eterna de quien zozobra a sabiendas, la imprudencia atraída por lo que no está inscrito en los mapas. Antes de las grandes orquestas, la dirección y los pentagramas, fue la flauta de hueso del pastor. Así, desde que recuerdo, el sencillo goce de la aniquilación siempre estuvo ahí, antes de las palabras, de las historias ajenas, de las propias ficciones. Y es que perecer puede ser a veces librarse, hundirse en una espuma que borrará el rastro inútil de la costumbre. Bajo el agua mi espíritu está en paz pero no en calma, sino agitado, vivo, encendido. Me siento un pez a punto de volar.

Lo cierto es que he pasado muchos años navegando por ahí fuera, que me he licenciado en sensatez, pero no quiero ejercer. He quemado unas cuantas naves y he aprendido a prescindir de cartas náuticas y de partituras para dejarme guiar por la sed. Sólo por la bendita sed. Y ahora estoy aquí, de regreso en una Barcelona que poco a poco reconozco ―Gràcia ha perdido parte del antiguo vestido y se ha sofisticado, pero bajo el disfraz sigue siendo esa señora de piel tibia a la que uno siente familia cuando abraza―, y me encuentro con la sed intacta y la palabra a punto. Me encuentro, tras años de sordina, con quien de nuevo me hace hablar, como al Bardamú de Céline. Como él, antes de este hallazgo ―dan ganas de celebrarlo hasta la ebriedad―, también yo era apenas un animal.

Entiendo que la lluvia me pone a prueba y quiere desdecirme del reencuentro. Barcelona me recibe con un desaire impropio, casi atlántico, con una semana de lluvias y un rincón prestado en casa ajena, donde guardo los restos de mi penúltimo viaje. La mayor parte de mi ropa no sale de las maletas y apilo cajas de libros en un patio. Oigo cómo se ahoga mi biblioteca ―excepto Moby Dick, supongo― entre el cartón y el plástico, sobre el que las gotas de lluvia resuenan como bofetadas. Es extraño. No tengo miedo, no me puede la ansiedad del que ve hundirse un pasado. En esto también soy náufrago y encuentro un dolor ácido pero placentero en el desposeimiento, en la renuncia, en el cuerpo despojado de pertenencias que se basta a sí mismo como país.

Siento que mi sed es un idioma viejo y sabio pero que mis palabras son toneles que se quiebran contra las olas. Mi silencio, la mejor embajada de mí mismo, me bastaría para decirme si pudiera hablar el gesto. Ahora que tengo delante una isla en la que naufragaría pródigo de una buena vez, noto que se parece más a Ítaca que a la de Serlik: hay tesoro ―me conmueven todas las formas que se me ocurren para adorarlo y ninguna para poseerlo: yo también soy ave marina y aprecio las migraciones―, un tesoro dormido y a la espera, sí, pero en esta isla no hay palmeras ni llueve demasiado, más bien domina la ceniza del olivar y la cal en las casas bajas. Mis patrias son cuatro y dos ya las cantó Serrat: el vagabundaje y el Mediterráneo. La tercera es la palabra y desde hace unos días creo haber reencontrado en una criatura aquella en la que me exiliaría feliz, si pudiera.

Stevenson se fue a los Mares del Sur para librarse de la enfermedad. Yo regreso a mi Mediterráneo para perecer ―para desaparecer y para salvarme, sabedlo― en una costa pedregosa y familiar. No huyo porque estoy aquí para aprender de la fiebre. Tengo delante una pequeña talla de madera de olivo y está viva, es una pequeña deidad agraria, cazadora, ninfa de aceite, leche y carne, negra y brillante como una lágrima de lava que recién vertida se enfría en mis manos mientras las hace arder. No le tengo miedo, no me afecta la ansiedad del que ve precipitarse un futuro ―soy poco masculino en eso, prefiero ahondar en el camino adecuado que catar de pasada el polvo de otros―. Cambiaría la biblioteca de Alejandría por lo que me dicen esos ojos oscuros, por el roce de esa corteza tostada y salina, por la ceniza en mis manos, dichosas de la herida.

A menudo en el borde de los acantilados el viento es más fuerte, pero también a veces empuja hacia arriba. Es curioso como el abismo puede atraerte con un gesto de salvación. Te sostengo, te amparo, no lo hagas, ni lo intentes, guárdate. Y uno, sin embargo, aparta esa columna de aire curtido y se lanza de cabeza. Puede más el oleaje, con su idioma confuso y esquivo, puede más el discurso salobre de la espuma que todas las palabras, que estas mismas palabras inútiles que ahora escribo, porque con ellas no hago otra cosa que remedar de mala manera el deseo de clavar el cuerpo en el agua y diluirme en la corriente. Y salto, agradecido, porque es una bendición encontrar el acantilado preciso, este tesoro inaudito, esta marea paciente que sabe escuchar al náufrago, un roquedal en el que despedazar cualquier armazón de hábitos y convenciones.

Naufragar requiere una disposición, una aceptación de la ruptura como una nueva forma de sabiduría en la ceguera. Porque también a ciegas quiebran la tierra las raíces para sostener un nuevo brote. Y si a algo se parece esta mujer es a un árbol que me atraviesa, que deja nuestras raíces al descubierto, al borde del acantilado, como venas aéreas por las que bombea de nuevo la vida. A veces me parece sobrehumana la fuerza de quien no salta, de quien es capaz de permanecer en su sitio, según los mapas, a una distancia prudente del abismo, con el equipaje a salvo y el pasado seguro. Nadie se engañe, no soy un valiente por elegir este abismo. No hay audacia en esto: sólo la naturaleza del náufrago, que hace su trabajo. Hay brazos y hay labios, hay mujeres, sobre todo, que aun sin llamarte están gritando tu nombre desde la rompiente. Y ese silencio de las sirenas ―así lo escribe Kafka― es tan poderoso que a este Ulises no le queda otra que renunciar al viaje escrito y elegir otro, el más bello, el viaje vertical. Aun si en el salto ella no me recogiera, el tramo en libertad merecería la pena, el trecho de vida del acantilado a la espuma valdría más que la muerte apacible de quien no arriesga, de quien lleva la cuenta de cada gota de tedio en sus venas.

Dino Buzzati supo ―así creo verlo en su escritura― que lo que cuenta es el deseo de un nuevo destino y no el destino mismo. Que lo que alimenta al náufrago, al oficial en la fortaleza, a la gota de agua que asciende por la escalera, no es el resultado, ni la playa, ni el desierto, ni el desván, sino el momento preciso en el que germinan esos caminos. La magnífica espera de Breton se convierte con Buzzati en un vacío precioso, en un anhelo maravillosamente inútil, en el que la simple visión del nuevo horizonte tiene más fuerza que la promesa factible de un territorio. Aquí estoy pues, ignorante de todo cuanto me espera al otro lado pero ansioso por hacer el camino.

Redescubro la ciudad, recorro cada una de sus orillas y albergo la idea de que en estos años Barcelona ha aprendido a sobrevivir a sus errores y, a pesar de los despropósitos, de los desmanes, de esa bonanza burguesa y aburrida que la desbrava, todavía en ella son posibles la deriva, el encuentro y la tormenta. No podría redescubrir nada sin haberlo olvidado antes, así como no hay vida sin que algún tipo de muerte ―conformarse y bajar los brazos es uno de los más duros― deje antes el camino libre. Así me siento en Barcelona, en este concierto en tres movimientos, en esta tempesta di mare en la que una criatura me zarandea sin intención. Es prodigiosa la capacidad del azar para engendrar lluvias en la sed. Me llevo las manos a la frente, entre agradecido y maravillado, y me llora la sonrisa de tener tan cerca esta oportunidad para el naufragio.

Algas y bicicletas, pecios romanos y callejones, gárgolas y estrellas de mar, higueras en los patios y humo del Rif en cubierta, el fantasma del padre errante y un hermano loopoético, luz de luna y son cubano, lámparas de la estepa rusa y rocío en los alerces de Chile, un concierto para flauta y mundo en Barcelona, estancos de absenta y adoquines, hiedras y bicicletas, Gràcia y Raval como campi venecianos, islas duras entre avenidas, avenidas como pontones indignos sobre el Gran Canal de la marca Barcelona. Mejor la Barcelona a granel, los dinosaurios ilustrados en el parque, mejor el palacio intacto de sombras donde la mano busca el muslo y la lengua se hace planta carnívora. Delfines de segunda mano en Sant Antoni y señoras que trafican con libros en la trastienda de las pescaderías. El Gran Cañón del Colorado, los Andes, los Abruzzos y La Cerdanya caben en ese lunar al noroeste de unos labios. La noche homérica de parras y vino viejo palpita en esos ojos oscuros. Trozos de mar arrancados a dos manos para llevárselos al rostro y respirarlos hondo. Sus hombros. Sus cejas. Su boca. El arrecife de su cabello. Su voz de resina. La tarde estival de su sola presencia. Su regazo como una playa sin gente. Todo es lo mismo. No necesito otra cosa que un poco de silencio para improvisar el gesto y naufragar ahí, para exiliarme en ella. Y a mis nuevos amigos para compartirlo. Conchas del Adriático y bicicletas. Esponjas, erizos y libros empapados. Ése es el inventario de mi hundimiento feliz, de esta pequeña muerte que me hace varar, por fin, de nuevo en casa, desnudo y sin mapas ante una diosa de olivo y a salvo de la cordura. Es fantástico naufragar consciente y dispuesto, fantástico estar vivo y elegir la caída, aunque escueza de vez en cuando. Me siento un pez a punto de volar.

Poble Sec, 14 de febrero de 2010.

Sergi Bellver (Barcelona, 1971) es escritor, editor, crítico literario y profesor de narrativa en la Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès y en la Escuela de Escritores de Madrid. Director de TEIDE Taller-Estudio Itinerante de Escritura, iniciativa pionera en España desde julio de 2009, ha impartido cursos y conferencias en eventos como el LILEC’09 de Almería, para el programa «Hoy por hoy» de la Cadena SER y en diversas instituciones públicas y bibliotecas.

Especializado en relato contemporáneo y en literatura de viajes, mantiene desde hace años una conocida bitácora personal, finalista de los Premios Revista de Letras en la categoría «Mejor blog nacional de crítica literaria». Coordina la sección dedicada al cuento en el nuevo portal Culturamas y colabora con artículos, reseñas y otros contenidos en publicaciones como Otro Lunes, Calidoscopio y BCN Week.

Es el responsable de la edición y el prólogo de varios proyectos colectivos de narrativa que verán la luz a lo largo de 2010. Como escritor, y mientras trabaja en su primer libro de cuentos y en una novela, participa en dos antologías en preparación, junto a conocidos autores hispanoamericanos.

Página principal: sergibellver.blogspot.com

~ por pajarosapuntodevolar en marzo 7, 2010.

3 respuestas to “Una deriva inédita de Sergi Bellver”

  1. Bueno, me acostumbré a guardar los artículos tan buenos de este crítico –es así como le conocido inicialmente en la red-, como aquel análisis sobe las bitácoras LOS SIETE PECADOS VIRTUALES que incluso confieso he imprimido. Y ahora esta crónica de naufrago, que me sorprende gratamente, y no tanto por reconocer estos sonidos de mi ciudad, sino más bien por presentárnoslos tan sinceramente, sin aspavientos dramáticos dando pinceladas de luz al tinte grisáceo que siempre ha caracterizado a esta ciudad de andurriales abocados al mar, obreros de la construcción y metalurgia de industriosos vecindarios.

    Ha venido una nao con desplegadas velas, a naufragar –dice-, y los habitantes de esta orilla luminosa esperaremos estar bien despiertos para apreciar lo que este pez volador observa cuando planea sobre la ciudad.

    Abrazos,
    Montse.

  2. Gracias, Montse, por dejarte caer por los nidos nómadas de los pájaros y dejarnos tus palabras. Un abrazo,
    Laia

  3. Interesante lo expuesto, sinembargo, con el fondo nedro en que se presenta, es pràcticamente imposible leerlo.

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